HILITO DE CARNE

Mi cuerpo

hilito de la carne descolgado de una madeja de historias

Pedacito de barra que se desplaza a la muerte, como una gota de silencio en la mitad de algo que persiste ruido 

Este lugar que alude a todo y no tiene nada, deshauciado, trémulo, pajita de hierba creciendo en senderos olvidados

Ni un pulso que me aliviane el miedo, ni una caricia que redima para siempre

Cuerpo radical, materia contundente, vulnerable a los deseos, camarada inhóspito que cada día de mí cobra todas las auroras.

NOVEDADES LÍRICO DESMONTADORAS

A las vícitmas de la masacre de Trijillo, Valle del Cauca, Colombia

Tu cuerpo no se olvida ni en vano el sufrimiento. Tu cuerpo no se mutiló para callar y huir sin miramientos. Tus manos, cafeteras, alzadas y dicharacheras no fueron cercenadas para que lloremos, ni esta miseria es miseria cuando entre todos caminamos y a nuestra tierra volvemos. Allí, arriba, en la loma tu nombre se ilumina como estrella en la constelaciones de recuerdos, nunca olvidos, siempre brazos abiertos. Y estos ojos, abismos de mares que te lloran, germinan en voces y coros que no son lamentos, que te nombran siempre con la palabra al viento. Hermano de mi sangre, hijo de mi vientre, posibilidad de recrearme yo misma en mi desierto, desierto vivo en el que es mi salvación quererte, quererte tanto, como siempre aún te quiero.

Una se desdice y se desmiente, se corrompe entera hasta el paroxismo de lo sórdido, se hunde, se agrieta, se amarilla como un papel gastado. Una se determina en nada, se queda en ángulos solitarios, vórtices temerosos, lugares sin sentido. Una se reclama en gotas de aire, en sílabas perdidas, en agujeros de zanjas. Una se derrama como esperma, como sal marina en minas explotada, se retuerce de acontecimientos, se lamenta, se gira, se burla de sí misma. Una se enmienda, se encomienda ebria a la luz de las bombillas de neón en cada avenida, en cada discoteca. Una se yergue en tacones, en alas de colibrí, en canciones, en pistas de baile, en burdeles. Una se jacta de una misma, luego se desdibuja en la cama de cualquier ruindad y se lamenta. Una sale corriendo, se unge de una desesperanza nauseabunda y luego se libera. Entonces una, no es la misma de nada, ni de siempre, tan solo una quimera.

 

La Habana, con sus casonas derruidas, con su malecón insondable. Ese mar de turbulencias profundas que se agita en la orilla sobre rocas escarpadas, raídas, agujereadas por el viento y todos los tiempos con sus males. La Habana que duele, que escoce en los ojos salitrosa y vieja. La Habana de los rostros añejados al calor del sol inhóspito de las necesidades. Furor de la lluvia de La Habana que tiembla con sus calles y que, al secarsen, fundan esa atmósfera tropical con olor a diesel. Allí los cocotaxis que llevan la historia del hombre en sus virajes. Ay! La Habana cómo pesa, cómo duele, cómo desteje una a una las fibras más sensibles del viajero. La Habana de la esperanza morena, de los hoteles extraños y del mal comer. La Habana del silencio, de la compraventa de carne, de la orgía de sueños. Nunca quedará el espacio para tanto dolor como en la Habana, este recuerdo que perturba inclemente en la noche de un carnaval sin esperanzas, trasnochado, roto.

Ojos de la noche aurora germinal de bocas sobre el pecho. Ojos inmensamente sabios de la noche con pisadas de goma en los costados. Ojos de la noche que son un arrullo atolondrado de gemidos sabuesos como una garganta entrelazada a otra en un beso catarata de salivas. Ojos de la noche en la noche en que me mira el pavor de toda la virilidad encarnada en un orgasmo blanco. Ojos de la noche, montaña que se derrumba encima de los poros como en un cataclismo de caricias derrochadas en el suelo. Ojos de la noche perpetuos, lascivos, estridentes, cárnicos. Ojos de la noche que se quedan con la lengua entre los pliegues de un cuerpo tesón de lo suave, lo amoroso, la bondad de los ojos de la noche en la fuerza de la sangre. Torrente de lava en cada pezón, en cada contacto; noche pavorosa, mirada feroz que alza, devora, proclama y escupe, erecta, toda las estrellas en la cavidad de un vientre tejido en un violento abrazo.

Pescadita blanca, fibra intensa que me resuelve el vientre, hija de la noche, perdida, entusiasmada. Aurora de la carne que se pega en los ojos, se distiende y se ensancha como un océano de sangre. Hermana mía, hercúrea como un sablazo de jade, tu brazo de mástil, tu navegación en contrapicada, los gemidos en las tardes del matrimonio reciente, la luna de hiel, los tuétanos podridos. Rostro de mi rostro oculto, que me trazas entera en la sangre, paridas por el mismo llanto. Turgente boda de luz y sombra enmascarada, piel de mi piel adentro, en los tímpanos del sol, en las querellas mortecinas de la vieja casa derruida por el tiempo. Cascada de los besos, de los brazos, de las risas y la ebriedad primera, con la que el trato ingenuo de lo desalmado nos hizo buitres otoñales, busca-ojos, busca-raudas caricias enclaustradas. Retazo de mi misma adherida a los fonemas de la paz y el hambre, perpetua imagen de este cuerpo, eterna configuración de cuanto amo.

A Diana Olalde

Guijarro trémulo, pequeña nuez, lúbrica canción de primavera que me escurres tenue por cada uno de mis cien costados. Hija del aroma de nenúfares floridos en un lago de asfalto de huesos y de llantos. Pedacito de cartera que se cae del bolsillo sin perderse nada, excepto el viento que nos trae la noche con pisadas de espanto. Hilo de rosas, orgía de colores y de tardes esperando que el terrible sol se ponga para ver bordear tornasoles en tu vestido blanco. Niña hiperbórea como un hada marciana, una especie de borla que se cuelga de las mantas para evadir quebrantos. Pedacito de carne que se enrosca como un gusano tembloroso bajo un paraguas de noches, de esquirlas, explosiones y de cantos. Alicia de la nada, perturbada, ajena, irascible en esa pulsión escondida que resalta otro modo de ser mucho más que encanto.

A las mujeres de todos los sures habitados.

Era la lluvia la piel desmoronada por las calles, los incendios vaporosos de los días de sol, la luciérnaga dormida cuando caldeaba el amor entre los brazos. Era la lluvia el nombre de todas ellas que, paradas al infinito como una voz herida que se rompe y se rasga tras las cortinas del miedo, se amotinaban de una en una, con sus hijos, bajo la mantilla de velo en las últimas hileras de un claustro infame. Era la lluvia y los Andes, los mestizos renegándose a sí mismos con espuelas y corbatas, con arcabuces usados para desmembrar futuros. Era la tragedia de la tierra al sur de la codicia, un torrente de agua fresca, un hilo de agua cantarina, una mujer que no se seca. Era su cabellera rapada, con coraje y sin trenzas dominadas, un caballo brioso, la esperanza de los pueblos, la negación del cadalso. Era ella la lluvia, era mojada, era fermento de la niebla, fértil inmolación, insistencia ante la nada.

Empinada como un águila que asciende en la luz de un verano clandestino, una voz se alimenta de presagios, de avatares y de amores. Y las cuerdas de guitarras de Garibaldi en la noche, las cantinas, las fiestas, los burdeles, los maricas. Toda la cigarra que no calla en la distancia el vivo lamento del alma enamorada. Los tequilas, los pronombres que semejan un destiladero de fiebres, un modo precioso de parir canciones. Toda la garganta engullida de amor, estrangulada por el viento, pulmones de la dicha, estrellas del aliento. Chavela, chavelita de murmullos estertóreos, mujercita de la morena tez de este mestizaje salvo de toda culpa, bendecido con hisopo de mezcal y de ojos chinos. En mi frente, mi vagina sideral que no se colma de paloma negra, nido de mi infancia, mujer de mis rancheras. Que cantarás por los siglos para acompañar esta miserias, la historia del solfeo hendido en la piel, horadando el seno. No quedará un sólo lugar que no te nombre porque has sido de todos los dolores del amor, el más adorado fermento y bálsamo de sus infiernos.

Persiguiendo la noche en el malecón, desde ese hotel donde otrora vinieran las estrellas a morir en silencio las tardes de domingo. Ese mar que es un ruido de silencios ahogados como un llanto de un niño que nace muerto. La lluvia estival de la Habana y ese olor a petróleo que producía una náusea llevadera, soportable. Un recuerdo de calles sin sentido y el amor quebrándose en las sillas de los helados Copelia. Y luego el Yara, con su "Habanastation", y los ruidos de siglos en un cine que se quedó para siempre, fabricando instantes de ilusión, quimera del fuego urbano que se pierde bajo la sombra de un poder desalmado e inconcluso. Los violines, las flautas, los tambores, las voces de la piel morena que desgarran notas por una moneda de cualquier valor. Los ojos de Carlitos, que buscaba afanoso un libro de poemas que le ayudara a no llorar su suerte, a bendecir las letras, a impulsar su verbo, a parodiar la desdicha. Ojos profundos como un sol descomunal, un arco de dolor retorcido en las entrañas, unA ilusión de veinte años que se siente, del mar dolor, aprisionada.

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