CANTO A LA HABANA

 

La Habana, con sus casonas derruidas, con su malecón insondable. Ese mar de turbulencias profundas que se agita en la orilla sobre rocas escarpadas, raídas, agujereadas por el viento y todos los tiempos con sus males. La Habana que duele, que escoce en los ojos salitrosa y vieja. La Habana de los rostros añejados al calor del sol inhóspito de las necesidades. Furor de la lluvia de La Habana que tiembla con sus calles y que, al secarsen, fundan esa atmósfera tropical con olor a diesel. Allí los cocotaxis que llevan la historia del hombre en sus virajes. Ay! La Habana cómo pesa, cómo duele, cómo desteje una a una las fibras más sensibles del viajero. La Habana de la esperanza morena, de los hoteles extraños y del mal comer. La Habana del silencio, de la compraventa de carne, de la orgía de sueños. Nunca quedará el espacio para tanto dolor como en la Habana, este recuerdo que perturba inclemente en la noche de un carnaval sin esperanzas, trasnochado, roto.