TESINA PROSTITUCIÓN Y GOZO ABYECTO

PROSTITUCIÓN Y GOZO ABYECTO:

LA EXTERIORIDAD DE LA CARNE GOZOSA

 

 

Por: Yecid Calderón Rodelo

Puerto Mitla, Residencias Artísticas por Intercambio [ R.A.T ][1]

 

 

 

Y la causa del sexo –de su libertad, pero también del conocimiento que de él se adquiere y del derecho que se tiene a hablar de él—con toda legitimidad se encuentra enlazada con el honor de una causa política: también el sexo se inscribe en el porvenir”

M. Foucault

 

 

 

“Me desesperé de no crecer pronto. Lo deseaba: crecer, crecer y coger, ser una cogedora. Más que mi madre, más que Lucrecia, más que todas. La catequista me dijo que eso era malo. El sábado, el único día que fui, la catequista me preguntó:

--Toñita ¿tú qué vas a hacer cuando seas grande?

--Voy a coger señorita.

--No digas eso. Eso es malo. Malo que lo digas en frente de tus compañeros. Desde luego no te vas a quedar sin doctrina. Puedes venir una hora antes que tus compañeros.

No volví a la droctina”

Antonia Mora

 

INTRODUCCIÓN:

 

La figura hedonista de la mujer prostituta, es decir, la mujer que se vende y que en el goce sexual encuentra un clímax, es una imagen que se muestra, en primera instancia, difícil en el imaginario colectivo, mucho más aún en el ambiente investigativo y académico. La prostituta puede entenderse de muchas formas pero, una de tales, olvidada, poco ubicada y representada en el imaginario colectivo, es la figura de la puta que goza, la carne femenina satisfecha en el placer. La ramera hedónica (que en la vida social, como categoría, es bastante análoga a la mujer que goza del sexo)  es el aspecto que me interesa resaltar a propósito de un video-performance sobre el ejercicio de la prostitución. El tema se aborda desde una perspectiva que señala algunos lugares discursivos de esta actividad, con el ánimo de especular sobre el  influjo ético y político del placer sexual de la mujer y, en general, de los cuerpos. Esto con el ánimo de habilitar una lectura, dentro de las formas existentes de la prostitución, y postular un modo de comprensión de este hecho social, como un ejercicio potencialmente liberador, emancipador, según el orden del discurso filosófico ético y político propuesto por la hermenéutica.

 

Al acercarse al fenómeno del ejercicio de la prostitución desde esta metodología, se descubre algo más complejo de lo que se ha creído y de lo que suele entenderse, incluso, en la tradición de las ciencias sociales. Justamente, los estudios sociales sobre la prostitución han contribuido determinantemente, a la ausencia o escasa tematización del discurso sobre el cuerpo hedonista de la prostituta. Con el ánimo de deslindar la perspectiva de esta propuesta con mayor claridad es preciso que, antes de entrar en la descripción de resultados y en las interpretaciones posibles de los sentidos de este ejercicio y oficio (vender sexualmente el cuerpo y encontrar placer en ello), ubiquemos un lugar epistemológico que no pretende rendir un “producto” como resultado de una investigación sistemática o una inteligencia de la prostitución en orden a cualquier ejercicio del saber como poder. Esta investigación parte de un deseo distinto al deseo de conocimiento de la prostitución con fines académicos o utilidad alguna en el orden cognitivo o científico social tradicional. No es el afán de conocimiento lo que convoca a interpretar el asunto, sino algo más práctico, propositivo y vital: la ética y la política combinadas en un ejercicio de factibilidad que denominaré: PO-ÉTICA ERÓTICA.

  1. HERMENÉUTICA QUEER Y EPISTEMOLOGÍA ENCARNADA

Se ha preferido ubicar esta reflexión dentro del ámbito de lo que proponemos metodológicamente como hermenéutica queer, el cual es un método de índole práctica o una filosofía encarnada por tratarse de un ejercicio filosófico que ubica al cuerpo y a la sexualidad como textualidades (texto, parole[2], discurso) relevantes para la comprensión-interpretación de lo social, lo político, lo antropológico, lo ontológico, lo estético, etc con fines pragmáticos. La razón fundamental es que, al desear entrar en una esfera intersubjetiva en la que tematicemos la prostitución desde múltiples aristas (las visibilizadas, las que están en proceso de emergencia respecto de su visibilización y las que aún se mantienen en latencia esperando contexto más adecuados para su acontecimiento) provocamos e invitamos a una comprensión del gozo, en particular del gozo femenino, contribuyendo a una reflexión y un reconocimiento (trabajo de pensamiento) de la prostitución hedónica como ejercicio de resistencia y emancipación.

 

Para ello se toma como base discursiva a Paul Ricoeur, en particular, dos de sus textos: Caminos del reconocimiento y La memoria, la historia, el olvido. De allí extraemos los sentidos de una hermenéutica del reconocimiento a propósito del ejercicio de una posible “justa memoria”, pues, se suele pensar el ejercicio del comercio sexual bajo regímenes de discursividad impuestos ideológicamente (que operan conforme a ciertos dispositivos psíquicos del poder), recalcados o enfatizados deliberadamente, desatendiendo, de este modo, otras lecturas, otras textualidades que, como parole se inscriben en el cuerpo prostituido.  Esta falta de reconocimiento de textualidades del gozo en el cuerpo femenino la interpreto como olvido sistemático de la carne gozosa, ya que tiene que ver con el desconocimiento de una narrativa que, sujeta a una moral constreñida, provoca olvidos organizados y sistemáticos del cuerpo, para que éste se mantenga cerrado a posibilidades erótico-políticas insospechadas que anidan en la fuerza material del gozo sexual[3].

 

Nuestra apuesta hermenéutica también es de orden queer en la medida en que se ocupa de una sexualidad periférica, una sexualidad que no se presenta como normal o sujeta a la aprobación general, bajo las categorías tradicionales de comprensión de la sexualidad. Se trata de una sexualidad que atraviesa diversos cuerpos pero que, al atravesarlos, los convierte en exterioridad y diferencia, es decir, en cuerpos abyectos. Debido a esta ubicación discursiva, el tema del cuerpo vendido y gozoso, se comprende mejor desde una perspectiva queer con la cual se recalca el hecho de que el presente análisis pospone el deseo del conocer la prostitución (voluntad de saber) para proponerse un ejercicio más pragmático, es decir, desde un interés ético: la voluntad de comprender. Dicha voluntad no es más que el deseo de vislumbrar horizontes amplios para el discernimiento filosófico de la prostitución con fines éticos y políticos, más allá de un discurso sociológico, psicológico o filosófico en el sentido tradicional (conocimiento objetivo o descarnado).

 

En este punto quiero deslindar la voluntad de comprender de la voluntad de saber. Para ello retomo la noción de mentalidad ampliada propuesta por Hanna Arendt[4]. Queda claro que no se quiere conocer el mundo de la prostitución hedónica como si se tratara de un objeto al que vamos en pos de su conocimiento. Para nuestra perspectiva, el saber funge como un modo de conocer estereotipado y con fines de cálculo, ligado a ejercicios de poder. Preferimos ubicarnos en el campo de la epistemología práctica y no meramente teórica, si es posible que se acepte la combinación de conceptos. Esta epistemología práctica es un saber agible[5].

 

Aprendiendo de Arendt indicamos que bajo este modelo epistemológico la intelección no opera para explicar o dar con el quid de algo porque no es la mera actividad del pensar la que está comprometida, sino la facultad de juzgar y obrar. Por lo tanto, más que explicar buscamos comprender. En este sentido, siguiendo a la filósofa, es preciso usar la imaginación, en cuanto instancia poética, convirtiéndola en una activad intersubjetiva indispensable para el principio del reconocimiento, base de una mentalidad ampliada[6], intersubjetividad situada; digámoslo directamente: acorde con un cierto respeto por la justicia que debemos a cada cosa cuando la mencionamos. Esta “generalidad” no se asume aquí como concordancia en los juicios dentro de una comunidad de hablantes, al estilo de la razón discursiva de la ética del discurso en Habermas[7], sino como consonancias y disonancias de un saber situado que propone el uso del tacto --un cierto tacto, diría Gadamer-- como tensión ética; una phronesis[8] con la que acuñamos una ética que implica una postura corporal, real y vivida, vigorosa y nueva, efectiva, diferente.

 

Esta epistemología práctica se convierte en basamento de nuestro ejercicio de pensamiento y acción, la cual podría ser entendida bajo el apotegma saber para actuar o saber para vivir; un saber agible. Un saber de orden estético y ético que no compromete al pensamiento intelectivo el cual busca conocer el qué de las cosas.  Éste, en cambio, es un saber práctico que desea saber vivir la vida bajo un criterio de gusto ampliado y de justicia ampliada bajo el sentido de la pregunta ¿cómo?

 

De otra parte, las teorías del posfeminismo, al modo como lo plantean Donna Haraway y Judith Butler, permiten enunciar la condición sexual como atravesada por una vivencia o experiencia concreta que, al elevarse dentro de la consonancia de voces, adquiere un estatuto de situacionalidad que le confiere un particular valor epistémico. Se trata del cuerpo ubicado en un espacio en el que vale como signo, como lugar textual dentro de coordenadas de significación. Desde esta perspectiva, lo que se dice se dice siempre desde un lugar concreto que ha sido corporizado (embodiment), es decir, nuestra epistemología entiende el cuerpo como un campo intertextual sobre el que se aplica una hermenéutica para una filosofía del reconocimiento y no un objeto naturalizado que se presupone dado de una vez  como sustancia.

 

El cuerpo del que se habla aquí, a saber, el cuerpo de la mujer que goza y que se vende dentro de ese mismo marco hedonista es un acto enunciativo. Ahora bien, por apegados que nos encontremos a estas posturas que resultan interesantes (por su rescate de lo particular en el campo de un conocimiento práctico que tiende a buscar generalidades) más que incursionar en la delimitación estricta de un método, de una línea, de una escuela, contamos con algo de sumo valor, la experiencia significada. Me refiero con ello a que, aparte de ubicar el discurso dentro de corrientes contemporáneas del pensamiento, se cuenta con una experiencia situada que, si bien al localizarse puede perder el horizonte de generalidad para que muchos otros se interesen en ella, gana con el asunto de comprensión de nuestros contextos más inmediatos. Contextos compartidos en los que se encuentran modos de tensión, realización activa y suspensión de la finalidad, para comprendernos como sujetos y agentes po-éticos, en movimiento dentro de un plano político.

  1. AUSENCIA DEL GOZO FEMENINO

Olvidar es un asunto que tiene que ver con el tema del conocimiento. Platón, como Ricoeur nos indica, dedica el Teeteto  y el Sofista  a la relación entre conocimiento cierto o verdadero y el asunto de la memoria y el olvido[9]. Para la perspectiva platónica, el conocer cierto consiste en recuperar la impronta fiel de lo conocido, lo cual garantiza su verdad, pero ¿qué pasa cuando la impronta no se da  en todos sus escorzos? ¿Qué pasa cuando la memoria olvida aspectos de la primera impronta? Pensar lo conocido es retomar la imagen (eikón) de lo que ha dejado su impronta (typos) en la memoria. Rememorar es volver fidedignamente a una impresión primaria y total de la cosa que hemos tenido presente para los sentidos y para la mente y que deja su huella. Retrotraer ese momento prístino, intentando entrever todo lo que la impronta en su riqueza imprimió en la memoria es el ejercicio del saber cierto. Sin embargo, la memoria olvida y ese olvido entraña una aporía importante para el discurso ético.

 

Cuando la memoria olvida recuerda lo que  olvida para ser consciente del olvido; el olvido es un recordar lo que no se sabe o saber lo que no se recuerda. A esta aporía dedica Sócrates un largo momento de reflexión en los diálogos mencionados. Platón, en el Sofista, ocupa algunas páginas en el asunto de la escritura del alma y de la escritura pública. La impronta en el recuerdo es, en este caso, no sólo la memoria subjetiva, la bio-gráfica, sino la memoria pública, esto es, la memoria histórica. De ahí la pregunta por la memoria que olvida y por la emergencia del sentido de ese olvido, su reminiscencia, tanto en el plano de la pura subjetividad, la historia propia, la biografía, la microfísica del control, como en el plano de la intersubjetividad, de lo público, la Historia con H mayúscula que es la que se narra como el acontecer de lo humano en el tiempo ¿Qué se recuerda, qué aspectos quedan indisolubles en la impronta y qué otros quedan por fuera del recuerdo, en un estado de no manifestación, pura negatividad, es decir, en su olvido, su  impulso como esperanza de recuperación del recuerdo? ¿Qué olvidos existen, qué enunciaciones del placer han sido proscritas de la memoria y que historias del placer subyacen a las grandes historias?

 

El olvido conoce los contornos, las fronteras, describe negativamente, hace de la negatividad (ausencia) el hiato de su manifestarse. Es en ese lugar del olvido en el que se ubica el gozo femenino, el gozo o  el placer de la ramera. Se manifiesta como negatividad de la memoria, falta de ella, manifestación de unos contornos vacíos que deben llenarse con la “verdad”, o mejor, con el sentido de lo voluntariamente silenciado que ahora se quiere recordar exhumando improntas. En este caso, serían las huellas en el discurso sobre la proscripción mnémica del gozo sexual femenino bajo la figura de la ramera, la puta. Rastrear las huellas de ese gozo que se han dejado en la abyección y que, no por ello, son menos fieles que las huellas que se tiene en una primera instancia enunciativa, por lo general tópica. El trabajo del recuerdo en la consciencia del olvido es solucionar su ausencia. En este caso esa ausencia no es más que fantasma, la impronta no es impronta positiva, sino espectro que se erige sobre la memoria, una huella negativa, un dibujamiento de lo ausente.

 

La impronta, incluso en los casos en que se manifiesta negativamente, es palabra, parole, la cual opera como sentido, en tanto que funciona como marca, sema, lugar de significados.  El olvido es ausencia de sentido y no obstante es un significante en razón de que el olvido es saber que no se sabe, recordar que hay algo que no se recuerda, algo que no está, que brilla en esa imposibilidad de presentarse como ausencia del sentido. El olvido es un significante negativo porque nombra sin decir aquello que subsiste en el recuerdo mediante el señalamiento de su negatividad, la forma de su ausencia, la manifestación de su contenido como todavía-sinsentido. Así opera en nuestro campo analítico el asunto del gozo en la mujer; es un significante negativo, existe como ausencia, como algo de lo que no se habla, no se indica, se bordea o se mira de soslayo porque su decir está proscrito, no se menciona, alumbra como ausencia: pura exterioridad  presente en forma de ausencia, contenido cuyo sentido es negado.

 

Para poder empezar a dotar de sentido este significante es preciso apelar al discurso sobre el gozo sexual de la mujer, es decir, sobre el gozo de la puta, la mujer del gozo carnal, del placer erótico, a la cual se opone la virgen. Las dos imágenes configuran una dialéctica tratada por performers como Orlan o Rocío Boliver, entre otras, en la que la oposición condiciona las funciones de significación de la mujer en toda la amplitud de campos pragmáticos a los que se suscribe y a los que queda suscrita como cuerpo de gozo. El olvido está aquí señalado como lo no dicho, lo no enunciado que en latencia se manifiesta a través de su negatividad; lo no señalado, lo no evidenciado. El olvido es en la memoria un signo cuyo significante domina, una especie de escritura de los bordes que convoca a indagar por Lo olvidado del cuerpo femenino, la amnesia (negación mnémica) del placer sexual de la mujer.

 

Es preciso, entonces, recuperar ya no el carácter sustancial de las cosas, sino sus sentidos en las huellas; se trata de una recuperación parcial de lo olvidado que contribuye a  nuevas búsquedas de memoria y motiva nuevas rememoraciones en sentidos aún insospechados. Ya no se comprende el mundo al modo de la vieja metafísica como un orden sustanciado, sino como huellas y discursos, aristas tematizadas y otras relegadas, ausencias presentes, ocultamientos por desvelar, abyecciones por rescatar, pluralidad de enunciados que entran en consonancia, ficcionalidades. Postulando  la intertextualidad del cuerpo como el lugar sobre el que andaremos, evitamos el modelo que criticamos, el sustancialismo, y nos ubicamos en un cuerpo palimpsesto con el ánimo de recuperar del olvido el sentido del cuerpo de la mujer que goza públicamente, la “carne gozosa de la puta” y su valor mnémico.

 

Verificaremos que, así como existe una voluntad de saber, existe, dialécticamente, una necesidad del olvido, una voluntad amnésica, unas enormes ganas de olvidar. Es importante, dentro de los sustancialismos, alejar ciertas parcialidades de la cosa que nos ha dejado su impronta, su huella; hay que olvidar ciertos escorzos. Estos escorzos olvidados, puestos en los espacios más externos de la discursividad o relegados enclaustrados y lanzados (ab-yectos) a los sustratos más densos, oscuros y profundos del discurso, funcionan, como veremos, al modo de detonadores de sentido para el futuro; posibilidades de lo abyecto (lo sacado del epicentro, de lo hablado y dicho)  que pueden emerger y deconstruir una serie de modelos discursivos sustancialistas con los que se han operado cirugías lingüísticas y ergonomías discursivas sobre el cuerpo.

  1. LA HISTORIA DEL OLVIDO

Dentro de una epistemología práctica, con clara tendencia a su eficacia tal y como Paul Ricoeur lo plantea en Sí mismo como otro, es decir, como capacidad o poder de base (hablar, actuar, narrar, considerarse responsable de su actos)[10], indicaré que señalar el olvido del placer no es hacer sobre este olvido un enjuiciamiento negativo, un reproche o una denuncia, sino una posibilidad ética, una exigencia moral contemporánea que compele a la búsqueda de lo exterior, abyecto u olvidado de la sexualidad, con el ánimo de ponerlo a consideración y sacarlo de su posible ocultamiento. Siendo así, podemos decir que se trata de una resistencia como ejercicio de pensamiento que presenta una clara irrupción en la cronología del eros tradicional, en la historia de la sexualidad tal y como Occidente lo ha planteado y que, desde Foucault, orienta los procesos de deconstrucción más radicales en el campo de la filosofía política contemporánea.

 

En este sentido se propende por una resistencia desde la esperanza erótica (no meramente una arqueología que observa el modo en que el erotismo femenino ha sido objeto de una construcción opresora), sino como un saber práctico de la esperanza gozosa que tiene como foco el cuerpo y sus placeres. Este ejercicio entonces concibe al cuerpo desde una perspectiva  po-ética en la que la carne se refleja como discurso en tensión y con el cual, a través del tiempo, se han jalonado textualidades que hoy cuestionamos para dar cabida a esta epistemología de la esperanza erótica.

 

Con ello salvamos la memoria de una patologización, pues, en este caso, reconocemos que no  se olvida el gozo femenino de la ramera por deficiencia mnémica sino por necesidad política, por disposiciones discursivas que se configuran en el interior de la colectividad, ergonomías discursivas. Es así como la prostitución, sobre todo respecto del placer, ha ocupado el lugar del olvido en casi todas las sociedades y sus discursos. Por traer un ejemplo de este olvido político, en el Imperio Incaico, el nombre particular de la persona, en este caso de la puta, era olvidado para llamarla por el genérico de “mujer pública”. Basta con leer esta cita del estigma que recayó, según Inca Garcilaso de la Vega,  sobre la mujer pública en el imperio incaico:

Los hombres las trataban con grandísimo menosprecio. Las mugeres no hablaban con ellas, so pena de haber el mismo nombre, y ser tresquiladas en público, y dadas por infames, y ser repudiadas de los maridos si eran casadas. No las llamaban por su nombre propio, sino Pampayruna, que es ramera...".[11]

La disfunción de la memoria en este tipo de olvido no corresponde a una deficiencia fisiológica sino a una voluntad amnésica que tiene que ver, sobre todo, con agenciamientos políticos de la discursividad, dispositivos de control a nivel disciplinario que ya están implicados en la praxis lingüística: “no las llamaban por su nombre propio, sino Pampayruna, que es ramera”. En este caso el olvido de la mujer prostituta en su identidad más particular, su nombre. Es una negación de aquellos detalles que la hacen única. La prostituta incaica, independientemente de los motivos de su ejercicio, queda velada por el apelativo general de ramera, pues, su sexualidad y, quizás, su gozo, está del “reverso de la sombra de la región ilustrada de la memoria”[12], es decir, se mantiene en reserva, está en latencia, es un aceptación que no se cumple, un lanzar lejos, para recuperar en su ausencia, en su olvido, el peligro político que una mujer sexualmente gozosa representa. Obviar el nombre, aplicar una categoría que clasifica y evitar el contacto textual con ella, cubrir, a través de un enunciado que la reduce a contacto sexual, revela una voluntad de olvido.

 

Este caso, traído a colación por la evidencia de que en una cultura, supuestamente libre de estigmas propios de la discursividad occidental como la sociedad del imperio incaico, también se incurre en el anatema del gozo de la mujer. En Occidente estos silencios cobran múltiples sentidos, se elaboran diversas narrativas sobre la prostitución y se crea toda una geografía en la que destacan relieves condicionados por los aparatos psíquicos del poder y los dispositivos de control y disciplinamiento político.

 

Es así como en la tradición de Occidente, la prostitución ha sido “tratada” desde el punto de vista clínico, psicológico, jurídico, higiénico, pero nunca en tanto posibilidad emancipadora  a partir del placer y del  gozo que, como un animal furioso, duerme en el interior del cuerpo femenino y de otros cuerpos abyectos echados al olvido al adoptar rígidamente los patrones de conducta. Cuando la puta es tematizada desde otras perspectivas distintas a las oficiales, se le menciona como cosa del afuera, del Otro; se la supone en relación con cosas que hacen otros. La memoria personal no sabe, no recuerda. La biografía nunca, o poco, nombra  rescoldos del recuerdo voluntariamente negados. Sobre este decir el placer  sexual femenino recae, en muchos momentos de la historia, un miedo terrible, una angustia en el decir por el gran temor de la condena colectiva. La prostitución comparte con otras sexualidades periféricas esta interdicción sobre el placer sexual  --incluso hoy en día en los círculos más  libelares y críticos siguen siendo “tabú” y fuente de “estigmas”.

 

Por ello se dice aquí que este olvido, esta voluntad amnésica, no es menos intensa que la memoria que recuerda, la memoria sana; y esto es así debido a que el lugar de su operatividad, a saber, el cuerpo deseante, no está dicho por la historia, ni  dicho por la crónica local, ni en la biografía. Este lugar del deseo queda siempre en un voluntario olvido. El olvido del gozo femenino es un olvido “arreglado” por las circunstancias sociales y morales, por sedimentaciones de la vergüenza y de la culpa, por cerrazones en el modo de concebir el rol de la mujer y sus capacidades eróticas, que son, sus capacidades políticas bajo el signo de una esperanza: la construcción voluntaria e histórica de una  sociedad de amantes, una comunidad erótica, una política amorosa.

 

El olvido no es provocado por una ausencia real, una inadecuación de la imagen recordada a medias a partir de una  impronta original, sino, por una negación del reconocimiento de la fuerza de esa impronta. El deseo femenino es una presencia negada y este es el gran asunto que convoca a pensar más y de otra manera las sexualidades periféricas y  los deseos olvidados políticamente. Una historia del olvido del erotismo hedonista, no es solamente una genealogía de la moral cristiana, una arqueología de la voluntad de saber, como la realizada por Foucault en la Historia de la Sexualidad; también es una historia, una genealogía y una arqueología de los olvidos programados por nuestras voluntades constreñidas en las biografías vividas, las que se están viviendo. Habría que rebujar en este momento sobre las historias privadas que recaen en el olvido, aquellas que cada uno de nosotros hemos obviado mediante una economía de la culpa y de la vergüenza.

 

Una historia del olvido del placer no es sólo una cronología de los discursos que recaen para silenciar el gozo a través de los siglos, sino un “refrescar”, “actualizar” las historias propias, las nuestras, las cuales contienen en su interior un bosque de sombras que puede ir revelándose en sus huellas claras, en la medida en que aceptemos el placer como un lugar legítimo de la experiencia sexual propia, de la experiencia sexual social y de la experiencia sexual política. En todo caso, aceptar el placer sexual como un lugar adecuado para fundar una ética del reconocimiento en vista a la posibilidad de crear comunidades eróticas, intensamente placenteras. Hacer de la ética y de la política las causas, las fuentes de un espacio  sexual gozosamente vivido.

 

  1. EL RECONOCIMIENTO DEL PLACER Y EL GOZO: PERSPECTIVAS ÉTICAS

 

En La memoria, la historia, el olvido Ricoeur señala que: “sin duda, el reconocimiento de una cosa rememorada es sentida como una victoria sobre el olvido (…). Por lo tanto, es preciso ¨nombrar el olvido¨ para hablar de reconocimiento.”[13] Este es el asunto que me interesa resaltar respecto de la memoria y del olvido del placer. Es preciso recordar,  tanto en la historia pública como en la propia biografía, la voluntad amnésica motivada por la culpa y otros miedos invisibles que operan en nuestras gestualidades eróticas.

 

Reconocimiento del  placer en sus aspectos más personales, los biográficos, para lanzarse luego sobre los modos de relatos eróticos construidos en el espacio público. Estos relatos siempre mantienen una marginalidad que evidencia las precariedades eróticas en las que anda el cuerpo, sus velamientos, sus olvidos. En el ámbito del sí mismo cae la fuerza del olvido de aquellos pasajes de la infancia que sólo la intimidad más íntima mantuvo frente al correr del tiempo. Olvidos recordados en instantes fugaces y feroces, que hincan el diente en el sueño o en aquellas experiencias marginales de la vigilia como la embriaguez o el estado de trance.

 

Lugares sentenciados como “malos” que implican un abandono de la afección para que el olvido se mantenga como sello de una cara oculta. En este sentido, la mirada del recuerdo, la mirada sobre el olvido para quitar su sello y abrirse a la positividad de sus enunciados, tendría que ver con un reconocimiento en los dos niveles señalados:

  1. El nivel de lo íntimo (lo que Foucault llamaría, las tecnologías del yo o Butler los dispositivos psíquicos de poder) las textualidades del sujeto sobre su propio deseo, en el ámbito de lo privado; ese lugar del propio ego (consciencia, sí mismo, yo) corporizado que desea, que siente, que se ha lanzado temerariamente a empresas eróticas y que suele replegar sobre sí mismo ciertas experiencias del gozo para lanzarlas al abismo del olvido.
  2. El nivel de las discursividades públicas, modo en que operan, más allá de la intimidad, las textualidades del placer (lo que Foucault llama disciplina y biopoder) y que proponen un modo político de interacción: la doble moral, el ocultamiento del deseo, su negación y olvido voluntario, la discriminación, la estigmatización, el rechazo, el maltrato. También las estigmatizaciones que abren discursividades clínicas, médicas, morales, religiosas, etc.

 

Lo íntimo: El concepto de intimidad es posible en la medida en que experimentamos la existencia de un individuo, un sujeto, una consciencia. La intimidad es la intimidad del sujeto, su mismidad intransferible, singularidad de su memoria. Este rasgo de la singularidad de la memoria apunta a una comprensión de la sensibilidad propia, particular, para verificar el horizonte ampliado sobre el que construimos nuestro juicio. Ese horizonte puede ser la experiencia inmediata del gozo en el encuentro, del placer que produce estar propositivamente en un encuentro activo y performático, configurador de mundo y de buena vida, un acto po-ético.

La intimidad puede ser comprendida como la singularidad de la memoria, ese rescoldo de intransferibilidad de nuestra particular experiencia a otra consciencia, a otro sujeto, en el acto de comunicación y construcción de intersubjetividad[14]. Una parte de cada uno de nosotros se mantiene en el plano de la reserva absoluta, el fuero interno de nuestra radicalidad singular en la memoria. Ese lugar secreto puede ser entendido como fuente de sentidos y objeto de interpretación, por ello, la intimidad nos deja sus rescoldos de olvido para acceder lentamente a la herida del tabú.

 

Una mentalidad ampliada parte de una lectura de las posibilidades de convivencia inmediata en la que se puede procurar una imagen del Otro, abrirse a las perspectivas de los demás, juega un papel importante en sentido pragmático, es decir, se realiza en la medida de lo posible como un afecto y un efecto, una efectuación que conlleva reacciones y acciones creativas, orientadas a la calidad de vida de los sujetos en la construcción de su espacio común inmediato.

 

Esta efectuación (afectos- efectos) descubre el olvido como acto fallido, como discontinuidad de la propia memoria, como fantasma; se recuerda que se ha olvidado, entonces no se ha olvidado, el recuerdo es tan sólo un acto fallido de la memoria. La propia memoria manifiesta una discontinuidad que, al ser puesta en evidencia en el ámbito de su intimidad, revela los lugares críticos del sujeto, la falta de su propia adecuación mnémica, es decir, el desencaje entre la memoria que recuerda y  la memoria que olvida (la aporía platónica que menciona Ricoeur y que se trató más arriba).

 

Este desencaje permite conducirnos comprensivamente para ampliar nuestra mentalidad y reconocer que, puesto en evidencia como acto fallido o discontinuidad, el olvido produce escorzos de las cosas, justamente, olvidadas en el lugar más íntimo de la memoria. Este recordar es una especie de terapia de la reminiscencia con vistas éticas y políticas, pues, se trata de abrir la puerta a interpretaciones olvidadas, relegadas, que ensanchan los marcos de la textualidad sobre el propio cuerpo y generan cuerpos auténticamente gozosos, menos culposos o sufrientes.

 

La deconstrucción de lo íntimo en la diferencia fundada en la singularidad de los recuerdos y de los olvidos, sobre todo de los olvidos que el sujeto ha aplicado sobre sí mismo y que están relacionados con el gozo y el sexo, es un ejercicio de rememoración del placer sexual en la propia biografía. La apertura al cuerpo como entidad gozosa, por ejemplo, posibilita una perspectiva de la corporalidad, del sexo, del gozo, que es bastante amplia y que interpela los juegos morales que lo consideran nocivo, malo o que lo reducen a determinaciones menores, precarias en el sentido de que son meras metonimias que definen el todo por la parte. Interpela las formas de la moral en cuanto a su valor de verdad, pues, ante el sustancialismo no cede más, ya que el gozo sexual se ve como un fenómeno extraordinario de la sensibilidad de los cuerpos, de su realización; lugar que poco se ha tematizado y que no obstante, atraviesa y determina muchas de las situaciones de lo social y configura en el sujeto modos de comprensión del sí mismo en tanto cuerpo, ergonomías del cuerpo o dispositivos psíquicos de poder.

 

El tabú se ha ensañado con el gozo erótico injustamente, por lo cual, es preciso realizar un análisis de la memoria y su relación con el  gozo sexual  en el fuero interno, pero no a la manera de un examen o de una confesión, sino a la manera de una reconocimiento, de un encuentro práctico consigo mismo; se trata de operar en la singularidad de la memoria que olvida, su aspecto de intimidad. Este es el acto del reconocimiento que debe traer el recuerdo para celebrar  un encuentro con lo políticamente incorrecto pero éticamente responsable.

 

Con esto accedemos al lugar de la ética como conocimiento práctico, más allá de la ipseidad del sujeto de la filosofía moderna, en particular la kantiana, que pone el acento en la cualidad de la norma del sujeto moral. Con Ricoeur aprendimos que el sujeto moral kantiano, el sujeto de la autonomía, no tiene la  misma intensidad del “sí mismo” práctico que caracteriza al sujeto de la acción que opera en el reconocimiento, pues, le falta la carne de la que se halla lleno el sujeto  como cuerpo, pleno en su singularidad; la carne es el lugar secreto del olvido y esto tiene repercusiones prácticas, no meramente teóricas.

 

En el reconocimiento de la intimidad  --ese fuero interno que se afirma a partir de lo que la memoria olvida--   en ese ejercicio de reconocimiento del gozo en el propio fuero, en la propia experiencia, latente, inmanente a la propia biografía, se encuentra un aspecto que viene antes que la norma, antes que la moral, antes que el sujeto autó-nomo. Este otro sujeto es un sujeto práctico que, jugándosela toda en su intimidad, recuperando su gozo y, destituyendo prejuicios que le impedían aceptar el placer y sus diferencias, se asume como sujeto “capaz”, como el ego que ejecuta acciones desde el “yo puedo reconocer” con todo el vigor semántico del verbo “poder” (o sea, ser capaz de, comprometerse en el acto, hacerse materialmente a uno mismo). Esta capacidad es una capacidad que lanza al sujeto al entramado del sentido moral en la medida en que en el mismo momento adopta una actitud y con ello, asume una intención, es decir, significa, crea discurso.

 

Al crear el discurso el cuerpo discurre, el cuerpo se convierte en el lugar de enunciación, esto es, se ejecuta algo que es discursivo y lo discursivo presume al Otro, al menos en el sentido de un destinatario: toda  actitud, toda intención como intencionada ya es un acto de la conciencia y por lo tanto ha ingresado al polisémico lugar del discurso que acontece, del discurso que discurre. En el cuerpo como discurso se plantea la presencia ausente del Otro o la posibilidad de llegar a él a través de significados.

 

Entonces el cuerpo se convierte en el gran significante de la discursividad y el lenguaje, en su aspecto de parole, se nos presenta como el significado, lo contigente, lo que pasa, lo particular, lo que implica un mensaje determinado. Ahora bien, siguiendo a Ricoeur, todo discurso “sostiene el movimiento y la dinámica del habla y en cierto sentido, no constituyen un modo de discurso entre otros. Cada acto ilocutivo es un tipo de pregunta. Aseverar algo es esperar un acuerdo, así como dar una orden esperar obediencia. Aún el soliloquio –discurso solitario—es diálogo con uno mismo o, para citar a Platón una vez más, dianoia es el diálogo del alma consigo misma.(…)”[15]. Decir es significar, gestualizar es poner al cuerpo en el orden del discurso.

 

Asumir una intención es llevar al río de la conciencia la realidad convertida en significado, en valor, aún en el fuero de la propia subjetividad, en la intimidad más íntima. Siendo así, al decir (alocución) algo esperamos algo, sostenemos algo con nosotros mismo, señalamos algo para nosotros, se hace algo en tanto que provocamos una alteración de la experiencia de nosotros mismos porque esperamos de nosotros algo, a la vez que hacemos y producimos efectos de sentido para nosotros mismos. Éstos son los actos ilocutivos y perlocutivos del discurso: al mismo tiempo que decimos (alución) algo también lo hacemos (ilocución) y en ello acontece la parte final del discurso en cuanto pragmática, pues, cuando hacemos algo mediante el discurso decimos que hemos perlocucionado algo, es decir, que hemos producido efectos de sentido con nuestras acciones, hemos provocado otros modos de significar (perlocución).

 

En esta deriva sobre la intimidad que recupera el olvido se trae el gozo, con su materialidad, al lugar de la descripción filosófica y al plano de la acción en la ética y la política, como significante y significado, al tiempo que, siguiendo la hermenéutica del reconocimiento de Ricoeur[16], abrimos una senda hermenéutica orientada al reconocimiento del placer en la propia experiencia, haciéndolo entrar al fluido de lo que es real para la conciencia que significa. Según nuestra interpretación, existe en el reconocimiento una dosis de veracidad que surge de la actividad del sujeto en un rescoldo de su propia intimidad, a través de la acción de poder reconocer el olvido de su gozo ante sí mismo. Poder reconocer que ha olvidado, recobrar el recuerdo del gozo sin censura y considerar que la censura sólo tiene valor en el ámbito de la responsabilidad y que es su deber determinar, en el orden del buen vivir dialógico, el lugar de aquellos erotismos olvidados o excluidos por la moral tradicional y la pertinencia que como acciones libertarias tendrían.

 

Ahora bien, si decimos que el sujeto que reconoce es por excelencia el sujeto de la responsabilidad en el acto concreto del discurso consigo mismo como primer interpelante, el sujeto que reconoce es, entonces, el sujeto ético, porque presupone al otro en tanto que ha significado (significar es un acto del lenguaje que opera a través de la lengua, la cual está previamente depositada en la comunicad particular a la que se pertenece); así que si es capaz de reconocer su gozo, es capaz de reconocer el gozo de los demás. También, por el juego de las dialécticas, el gozo implica el reconocimiento de las dolencias, del sufrimiento, tanto en el fuero propio, como en el fuero de otros. Así se llega a ese rescoldo inviolable de la memoria y el olvido, la intimidad, que nos hace sujetos de pasión-acción, actores vivos, actores afectivos, actores únicos y propios de nuestra biografía en la historia, corresponsables por el reconocimiento del gozo y del sufrimiento, dentro de una comunicabilidad de los afectos en una comunidad erótica, amorosa.

 

Lo público: una vez ejercido el aspecto reflexivo y pragmático de la recuperación de la memoria del placer, mediante un escaneo de rememoración que reconoce, ante sí mismo, el valor del placer en la propia biografía, precisamos del aspecto de la discursividad hedonista intersubjetiva. En este aspecto he concentrado la  mayor parte de la investigación, pues, el reconocimiento tiene que enviarnos de nuestra intimidad a las esferas en las que el cuerpo se la juega toda como agente: la estética, la ética y la política.

 

Sobre el tema del placer en el espacio público hay un abundante número de trabajos que ayudan a ubicar el modo en que el discurso sobre el sexo,  la sexualidad y el placer, ha creado una serie de textualidades que patologizan el placer sexual, para proponer sobre él una maquinaria de represión  legitimada. El discurso clínico y el discurso jurídico, basados en una topología higiénica, usaron la represión sobre el gozo y el sexo para construir un andamiaje de exclusión y olvido de singulares características. Michel Foucault, en La Historia de la sexualidad, se encarga en detalle de evidenciar el discurso público de la sexualidad a partir de una sobreabundancia del saber sobre la misma, cuyo auge se manifiesta en el siglo XIX, una especie de “logorrea” que también cayó sobre la imagen de la prostituta, como bien lo indica la historiadora mexicana Fernanda Nuñez Becerra: “En el siglo XIX, las conductas venales se volverán materia de abundantes reportes policíacos, ensayos higienistas, novelas, tesis médicas, etc., por lo que nuestro primer acercamiento a esta inflación discursiva debe ser el de pensar el porqué de esta <> interminable”[17]

 

La búsqueda de la verdad en nuestra sociedad, tal como Foucault sostiene, se ha empeñado en “conocer” la sexualidad, el sexo, en un afán por explicar el sentido de lo erótico para poner ciertos contenidos en confinamiento. Este afán lleva una clara intención: olvidar el placer, especialmente, el placer femenino u otros igualmente puestos en la periferia de aquel organismo social con el que se agencia la memoria y el olvido como cirugía discursiva: la familia. Todo aquello que se encuentran más allá del sacro santo lugar de la alcoba paterna donde se ha encerrado al  placer sexual, espacio propio de su legitimidad que convierte al  placer sexual en secreto, misterio, algo absolutamente otro. Alcoba, locus, espacio que evidencia ese olvido en el que el placer sexual queda en la alteridad más radical: exterioridad y abyección. Para Foucault, se trata de una historia de la producción de la “verdad”, el modo en que la historia se dedicó a elevar al rango de verdad absoluta ciertas comprensiones de algunos escorzos de la realidad para acentuar modos convenientes a la realización del Estado burgués[18].

 

La producción de verdad tiene una obsesión con el cuerpo, con la carne, con sus secretos. Desde siempre se ha reclamado el conocimiento de sí (conócete a ti mismo) y la confesión, el saber que está ahí y que debe salir a la luz para sujetarse a las normas de sanción y aprobación de una moral aliada a la opresión y la exclusión. Foucault dice que esta producción de verdad sobre el sexo, médica, psiquiátrica y jurídica, provoca una miseria sexual, una interdicción que el filósofo en mención considera importante en el análisis de la miseria del sexo. La define como una prohibición del gozo sexual mediante la sobrestimación de actividades económicas: “trabaja, no hagas el amor”. La cuestión aquí radica en un “trabaja, no disfrutes sexualmente” o “trabaja, el placer sexual te está vedado”[19].

 

La patologización (médica y psiquiátrica) y la judicalización de la sexualidad viene acompañada por una serie de lógicas que a traviesan su discursividad como en un palimpsesto que niega el gozo que allí germina: el reino de la abyección sexual aparece para depositar en sus sombras el placer sexual, en particular de las mujeres, una zona de silencio en la que coexiste el sexo placentero con la negritud, la locura, la homosexualidad, la pobreza, la fealdad, la enfermedad, la monstruosidad y otras delincuencias declaradas desde el gabinete científico y médico; sexualidad abyecta que espanta --por su placer vivo, activo, encarnado y poderoso, digamos, revolucionario-- al macho blanco heteronormativo que propone la forma política y económica del Estado en la Modernidad.

 

La verdad producida por la ciencia, tanto pura o exacta, como social o política, es una producción que pone bordes al cuerpo como discurso, lo escalpela, le da unos usos claros y rigurosos, como rigurosos son los olvidos programados sobre ciertas discursividades posibles que recaen sobre el cuerpo que habla. El hedonismo, la prostitución placentera, el gozo erótico, el orgasmo, las fuerzas más exquicitas del cuerpo obviadas, pasadas por alto por su tono escandalizador frente a una sociedad burguesa que convierte la mayor parte de la fuerza humana en motor de producción, cuerpo trabajador, cuerpo explotado y alienado.

 

La producción de verdad está condicionada por los cauces interpretativos que una determinada administración del saber y del poder propone mediante la familia, dispositivo de sus agenciamientos sobre la memoria y el olvido. Desde este lugar, epicentro del control, se efectúan sistemáticos olvidos sobre otras posibilidades de organización social y de interacción comunitaria. El Estado moderno estigmatizó la prostitución como lugar del gozo y le dio unos lugares de confinamiento; lugares exteriores, ocasos y noches, estratos del bajo fondo, abyección, lugares del no ver, memoria que olvida.

 

El acento en la reproducción y en el cuidado de los hijos en los siglos XIX y XX tiene un claro matiz de control mnémico (control de la memoria y el olvido). La fuerza de los discursos de esta época sobre la prostitución es tan ingenua a nuestros ojos que parece pueril en su descarte y fascinación por el gozo, en su querer y no querer esos lugares donde existe una feminidad desbordada en el placer y en la consecución de su deseo. La hembra ha sido encerrada, enclaustrada y la mujer pública es un lugar de olvido. La mujer decente, la virgen madre, enmudece su placer tras celosías en las discreciones de un control parental dirigido por el macho. El placer de la virgen no existe, el placer de la madre es un lugar inexistente; olvido del placer, vindicación de una funcionalidad de oficio que reduce la fuerza telúrica de la mujer a simple canalización en el arte de la reproducción, educación y mantenimiento de la vida en familia: su sacrificio en el placer es la garantía de la existencia de una célula política que sostiene al gran Leviatán. 

 

La familia confisca todo el gozo de la mujer y, aunque la mujer sometida sea adalid de este more gaudium oblivio (modo de placer olvidado), no hay otro lugar para el gozo que las exterioridades, los lugares que andan más allá de la decencia y que son ocupados, justamente, por la mujer o lo femenino en abyección: lupanar, prostíbulo, cuerpo gozoso de la mujer puta (aquí cabe el travestido, el que es como si fuera mujer). Estos lugares tienen una geografía clara. Se trata de emplazamientos en los que la mirada del gran ojo del macho se torna tuerta; es una actitud ficcional, quiero decir, se trata de una mirada de soslayo programada, consciente de su no querer ver. Esos lugares del deseo y del placer, los lugares del “exceso” y del “frenesí”, el mundo de los incontinentes que caen bajo el hechizo de la hembra, son lugares olvidados sistemáticamente pero, paradójicamente, recordados en silencio, recordados sin reconocimiento: existen, están, se recuerdan, pero la memoria no los reconoce, los olvida porque el discurso programa sobre ella un modo de amnesia, una falta de reconocimiento, una incapacidad moral y ética.

 

No en vano es la noche, la oscuridad, el lado de atrás de las calles, el callejón, la “zona de tolerancia”, mundos que no se miran, que no se exponen, que están en su realidad no ficcional patentes en el seno de la comunidad como lugar del deseo femenino en realización, lugar del placer, del gozo erótico que se firma en el cuerpo y que tiene connotaciones desvirtuadas por la mirada policíaca e hipócrita de un Estado falocéntrico y heteronormativo. Formas desvirtuadas, éstas sí ficcionales, que crean las condiciones de posibilidad del reproche que cae sobre la mujer que desea y se satisface, mujer gozosa sexualmente. Figuras que tienden a su estigmatización para agenciar repudio, conmiseración o actitudes de redención sobre un cuerpo que, en principio, no tiene motivos reales para ser reducido a derivas de sentido que se presentan como totales y definitivas.

 

En la descarnada cruzada por el pudor que se realizó en la Ciudad de México a finales del siglo XIX y que encuentra sus orígenes, como es natural en toda colonia, en las inquietudes abolicionistas que agitaron la opinión pública de la burguesía francesa e Inglesa respecto a una erradicación del “mal social” de la prostitución, destaca el hecho de que aún  aquellos que consideraban la prostitución como una válvula de regulación social frente a la fuerza del deseo del macho, consideraron que la prostitución, si era ejercida, debía serlo de una manera soterrada y discreta, resguardada de la mirada pública, “piden la supresión de la policía moral o de las costumbres y que el Estado no intervenga y, a diferencia de los prohibicionistas radicales, permiten que la prostitución privada exista, siempre y cuando no ofenda la vista del público”[20]

 

Lo que responde en esta ubicación de lo proscrito en el deseo femenino es, como ya se dijo, esa voluntad amnésica que agenciaba la familia como célula del Estado moderno. Esta no es más que una voluntad amnésica que se construye sobre una economía del placer claramente establecida por una época, una clase social y un género determinado. Los siglo XIX y XX  fueron siglos en los que la burguesía vio en la explotación de los cuerpos la base de su economía, por lo cual postuló los ideales políticos y morales como formas de control libidinal, modos de la decencia y por lo tanto, condiciones para al acceso a sus privilegios.

 

El ideal de la decencia es una estricta deriva de la familia. La familia y la decencia están aliadas en contra del placer de los cuerpos, particularmente los cuerpos femeninos, y a favor de la producción capitalista de la acumulación para la ostentación sobre el hecho real de la explotación de las masas. La decencia no es más que un mero postulado de moralidad burguesa bastante risible cuando se deconstruye en sus ficcionalidades históricas. Es por esto que, al ubicarse en el lado del placer y de la prostitución (vender el propio cuerpo, como lo he hecho para empezar esta investigación, en una cruda y superficial mueca del inside del oficio) encontramos un camino de interpretación poco tematizado y que halla, en la fuerza pulsional del placer, en su tensión y su descarga, en su juego telúrico, en su actividad femenina y en su intensidad proscrita por el Estado, una actividad de resistencia[21].

 

6. GOZO ABYECTO COMO RESISTENCIA POLÍTICA

 

Para empezar este último excurso sobre el olvido del placer quiero partir de una afirmación importantísima sobre la que se sostiene la ética de la liberación: la dignidad negada de la vida de la víctima, del oprimido y excluido. Retomando las palabras de Enrique Dussel: es en función de las víctimas, dominados o excluidos (a los que preferimos llamar olvidados)[22] que se necesita, en este caso particular, hablar de las posibilidades de resistencia desde el gozo abyecto de la prostitución hedónica. Porque un arte y una filosofía crítica no es más producción de saber por saber, ni de objeto de arte por el objeto del arte (l’art pour l’art) tal y como lo concibe la sociedad burguesa.

 

Un arte y una filosofía críticos, sin pretender desdibujar otras funcionalidades (algunas insospechadas aún) de estas dos esferas de la cultura, podrían contribuir al  reconocimiento de que los cuerpos se hayan economizados en el placer, en la satisfacción del gozo, conculcados sus privilegios poéticos y filosóficos por élites que pretenden convertirse en la voz de las masas en lo referente a esas esferas. Esto quiere decir que la gran masa de los no artistas y de los no filósofos son simples instrumentos para la administración poética y filosófica que ejecutan élites mundialmente reconocidas y que ostentan una vida estrictamente burguesa, regida, a su vez, por severas administraciones del placer y del gozo.

 

Estas élites ayudan a reproducir esas economías, las afianzan, las llevan en sus ideales del buen vivir afirmando continuamente los imperativos de una moral de la decencia. Este es olvido fundacional, el olvido esquemático, origen de todas las  represiones del gozo. Olvidar que compartimos la capacidad reflexiva y poética sin pretender convertirlas en lugares privilegiados de un discurso que, aparentemente crítico, se fagocita y es reabsorbido como institución para morigerar los contraproducentes efectos de la crítica.

 

Reconocer esta función del arte y de la filosofía, como agentes de opresión, en tanto que activan la voluntad amnésica, es una necesidad imperiosa del sujeto moderno hoy en crisis (entendiendo como tal a los cuerpos en los que las subjetividades se encarnan). Así como también es importante reconocer que  la filosofía y el arte se pueden subvertir para buscar salidas hacia la liberación. Este cuerpo en crisis es el que padece y se padece a sí mismo en los olvidos que sobre él se agencian y que él mismo acoge. Es así como, en este caso, se ha partido de la víctima en cuanto víctima particular del olvido del placer sexual, este propio cuerpo mío sujeto a modos de explotación, dominación y opresión gestionada mediante el discurso y mediante la creación de imágenes.

En este orden de ideas, es preciso resaltar que el olvido del placer y la voluntad amnésica son agentes operadores de esas discursividades que convierten a los cuerpos en olvidados, víctimas, oprimidos. Cuerpos que han sido sujetos a una economía del placer y del gozo. Cuerpos que ya no reconocen el modo en que el gozo sexual es administrado por las esferas de control en las que se ubican los discursos institucionalizados sobre el erotismo, la sexualidad, el placer y sus posibilidades poéticas y filosóficas, convirtiéndose y dejándose convertir en víctimas del olvido. En este sentido es que hablamos de economía del gozo como clara apropiación del deseo y secuestro del placer sexual mediante dispositivos psíquicos, es decir, una economía entendida como el saber y el arte de distribuir las intensidades del placer sexual, para secuestrar las expresiones más genuinas de esas experiencias eróticas e impedir que disipen el aparato de control libidinal burgués.

 

Con todo, la intensión de un análisis de las discursividades dominantes y de las funciones de las instituciones en el desarrollo de la voluntad amnésica, tendría que proponer algo más allá del mero diagnóstico. En ese sentido la prostitución hedónica, reconocido su lugar de enunciación, fungiría como una propuesta de gozo y de reconocimiento de la experiencia gozosa en los lugares olvidados de la biografía y de la historia. Este reconocimiento se tornaría un modo particular de deliberación moral y de factibilidad ética, dentro del orden de la liberación, en razón de que emancipa el gozo sexual y abre lugares a la carnalidad periférica ubicada en el cuerpo de la mujer prostituida y, en general, de los cuerpos abyectos. Con ello se agenciaría, como posibilidad de experiencia  ̶ como encuentro y apertura al Otro olvidado, al Otro víctima ̶  una resistencia molecular, una resistencia en la microfísica del poder desde lo menor y lo abyecto, en relación con el ejercicio de la política que opera como bio-poder y que conculca el placer para distribuirlo según un cálculo y una conveniencia.

 

Desde una perspectiva fenomenológica, al modo en que Emmanuel Levinas construye su filosofía de la alteridad y de la exterioridad, asumimos la idea de liberación como una voluntaria fractura con el humanismo clásico y, por lo mismo, con la filosofía moderna eurocentrada y falocéntrica. Se trata de recabar en el sentido de las experiencias del gozo para encontrar ese dato empírico que lo justifica como situación actuante y operante en la historia, en la biografía, en la existencia. Buscamos un lado del pacer sexual que sea emancipador, que permita al sujeto, desde su fuero interno, desmontar la microfísica del poder que lo sujeta.

 

Por ello, ponemos el dedo en el tacto, no en la llaga, para averiguar un modo de experiencia que permita convertir el placer sexual, la prostitución hedónica en fuente de conocimiento práctico, lugar de una posible phrónesis.Es así como decimos con Levinas cuando habla de los sentidos y de la percepción sensible que es importante volver a un “cuestionamiento de la EXPERIENCIA como fuente de sentido, del límite de la apercepción trascendental, del fin de la sincronía y de sus términos reversibles; se trata de la  no prioridad del Mismo y, a través de todas sus limitaciones, del fin de la actualidad como si lo intempestivo viniera a desarreglar las concordancias de la re-presentación.”[23]. Partimos de una resignificación del encuentro primero, experiencial y falto de prejuicios, entre cuerpos prostituidos y cuerpos prostituyentes, con las oscilaciones que en elíptica se intersecan en los cuerpos y que se modula, en el espacio y el tiempo, con distinta intensidad.

 

Desde la personal experiencia de la prostitución y de gozo, el contacto comercial que se establece previamente en una transacción que pacta las formas de la interacción, se puede indicar que no todo acto de prostitución queda reducido a la mera compra y venta: lanzarse al gozo erótico como prostituta o prostituto, es hacerse irrupción en uno mismo, consciente de las libidinales instancias que, sin estar del todo bosquejadas, desde el flujo del acontecimiento tiran el cuerpo y lo lanzan a la experiencia de la venta corporal y erótica, del contacto sexual en el que el cuerpo en distintos estados se encuentra con el Otro en un festival azaroso de líquidos, gases, solidificaciones del tacto. Mirar con experiencia abierta el amplio campo de la prostitución que no se limita meramente al reducto comercial pactado, sino a las múltiples formas de trance, estipulación y comercio que ya operan en la consagración de la familia dentro del matrimonio: la dote, la fidelidad, la apropiación del cuerpo o del deseo del Otro, como si fuesen objetos de un capital que produce renta, que por especulación eleva costes.

 

En el acto liberador de la prostitución existen fetiches o reificaciones del objeto del deseo que desplaza la fuerza libertaria de la prostitución hedónica, convirtiéndola en un asunto abarrocado por las tensiones que, con menor o mayor intensidad, operan sobre los cuerpos. Estos modos de desplazamiento del factor de resistencia en el placer sexual convierten a las personas en objetos, utensilios de placer, pero, también los puede convertir en aconteciendo que se da en otra esfera que la de la mera consciencia contractual de la compra y venta del gozo: es posible encontrar en el acto de prostituirse un mínimo campo en el que el don con uno mismo y con el mundo acontece. Se postula la exterioridad, el irse hacia el afuera, hacia el Otro entregándose en lo más íntimo de la materialidad: saliva, tacto, excreciones que navegan por los órganos genitales, por las glándulas del cuerpo y que emergen intensamente en el fragor del contacto. Pura exposición, ese “estar ahí”, sujeto al vaivén de la circunstancia, de la experiencia real y concreta, como lugar en donde el tacto se torna posibilidad vertiginosa de encuentro erótico y ético. Se reconoce en la debilidad de la auto-expropiación del cuerpo un síntoma de una posición insoslayable: la fuerza de donarse a toda costa, darse en el devenir de los acontecimientos como quien se lanza al milagro aún sin tener constancia de ello, movido por la sola fe.

 

Una acción desgarradora de la comodidad en la que el cuerpo queda constreñido por las ergonomías del placer sexual, por las gestualidades que son impuestas como esquemas propios y adecuados de la decencia (en la que no se asume riesgos). Acciones erótico-libertarias en las que, en su tirante búsqueda, se consolida la intensidad del cuerpo y del don, de la vida, de la existencia, mediante el encuentro con el Otro desde el placer sexual. Es una apuesta en la que el propio cuerpo no nos corresponde, se escapa al dominio y queda frágil, a la deriva, vulnerable, expuesto. Un desinterés por ser que sólo se acuña en la fragilidad del tacto donado que ya no sabe de una expectativa que lo impulsa hacia adelante, sino que desconoce el rumbo de la piel, las asertividades o desencuentros dolorosos con el beso. Ese poder descomunal de tocar una piel ajena, completamente Otra y que, reconocida como alteridad absoluta, se convierte en ese lejano próximo[24], ese ambiguo pasaje entre venderse y darse, ese límite que nos deja desujetados a nuestra apuesta como objeto de venta y que nos abre a un mundo de experiencia donada. Ese extremo en el que no se sabe si es venta o don, si es una acción teatral o un acto real y fecundo. Prostitución que nos limita, desde un doble frente: el del capital sobre el placer sexual, por un lado y por otro, el gozo absurdo, profundo, encarnado de saberse vendido, comprado para diversión sexual, lo cual crea una tensión que se adueña del cuerpo como exquisito placer de su auto-expropiación. En ello se actualizan un gozo y un placer a costa de aquello que, fuera de la relación comercial, es puro tacto nuestro, la privativo y propio deseado al extremo por Otro que lo ve como objeto de placer. Ser puta es un deseo que opera intensidades increíbles en nuestros imaginarios más abyectos.

 

Esa piel que nos pertenece y que hace que un cuerpo sea un alguien Otro, esa privacidad de la piel que casi sustancialmente nos corresponde y funda la particular e irremplazable manera de sentir y valorar, esa piel que es nuestra frontera que revela lo diferente. Justo ahí, lo intempestivo del tacto  del que habla Levinas y que, de repente, hace de nuestra propiedad más íntima aquello  arrebatado, sujeto a las modalidades del trato que el Otro agencia en la consecución del placer, el gozo sexual. Deseo de un encuentro radical y profundo, confusión de lo mío y lo tuyo, lo propio y lo ajeno. Eso que, en principio, es imposibilidad, a menos que opere mediante la fetichización del cuerpo desplazando el marco representacional hacia los lugares que no reconoce la biografía. Modos de ver el placer que son retrotraídos como imágenes perdidas en la memoria para llegar al clímax (cuantas y cuántos no hemos evocado a la puta en nuestro o nuestra compañera o en el mismo cuerpo, para sentir que nos portamos como auténticas rameras o que estamos caídos en ese mismo trato) encarnándolos como sustitutos de lo que es: ramera, apoteosis del erotismo negado. Presentación de la carne abyecta, en lo propio, ahora a la deriva de un placer incomensurable, desbordado, carnalmente expuesto y fluido.

 

En este sentido hay una posibilidad ética emergente, puesta de relieve, que puede operar en el encuentro entre cuerpos prostituidos y cuerpos prostituyentes. Se trata de una consideración del olvido del placer como lugar para reconocer --acción ética insustituible-- que nuestro cuerpo es un lugar de gozo y que, en la potencia de su devenir, se pueden abrir espectros, caminos, momentos, geografías a pesar de los estigmas que pesan sobre la carne, en particular la carne de la ramera y del cuerpo prostituido. En ese reconocimiento pueden darse tonalidades del encuentro hasta ahora insospechadas, tonalidades que tienen que ver con el asunto del placer de la mujer, con el asunto del placer de los cuerpos, con la liberación de la subjetividad. La propuesta desde esta ética, con intenciones políticas, es la liberación de una forma de pensamiento que convierte al sujeto en mero lugar de operaciones establecidas, en las cuales el gozo sexual es tipificado como lo malo, lo abyecto, lo indebido.

 

Una función del pensamiento podría ser la de apostar al riesgo de dar crédito a otras posibilidades del cuerpo y de la realización del deseo. Abrirse en un quehacer pragmático, práxico, agible, que no opera más como mera teoría sino como posibilidad de encuentro, de reconocimiento, como haciendo de la propia vida un gran performance. El arte también tiene en este asunto una responsabilidad contundente: verificar el ardor de una compasión turgente y feroz, de un reconocimiento radical a las exteriorizaciones de la carne, a las abyecciones de lo voluptuoso para mirar en esa pasión aquello que hemos negado, aquello olvidado por nos-Otros, las víctimas de un querer amnésico del cual hacemos parte.

 

Ciudad de México, Septiembre de 2012

 

 

 

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[1] Este trabajo fue realizado en el mes de septiembre  de 2012 en el marco del programa de residencias para artistas e investigadores que sostiene R.A.T. Residencias Artísticas por Intercambio. Se desarrolló durante el mes de estancia como residente en la sede de Puerto Mitla. Por ello, un agradecimiento muy especial a la Dra. Danna Levin Rojo, camarada y amiga, responsable de la sede Puerto Mitla y quien me apoyó contundentemente en esta empresa. De igual forma, se presentó un extracto de este texto el día 5 de diciembre de 2012 en el III Congreso Internacional El Cuerpo en el Siglo XXI: aproximaciones minoritarias desde Latinoamérica, organizado por el Centro de Investigaciones sobre América Latina y el Caribe, de la Universidad Nacional Autónoma de México.

[2] Se usa este término en francés porque se hace alusión a la distinción  fundamental de la lingüística saussuriana que propone un análisis del lenguaje entendiéndolo como langue  y porole. El primero entendido como código o conjunto de códigos del que se sirve el hablante particular produciendo un mensaje  particular  que es lo que constituye la parole. Cfr: RICOUER, Teoría de la Interpretación: discurso y excedente de sentido, Ed., Siglo XXI y Universidad Iberoamericana, 6 reimpresión, Ciudad de México, 2011, p. 17.

[3] Tomo una comprensión de la existencia cercana a la que Bloch propone como el “todavía no” o la negatividad que ocupa la realización material de la vida, es decir, ese irse hacia afuera en la consecución misma de la existencia. Este lanzarse sobre el mundo funda la esfera de la esperanza a partir del intento de superación de la negatividad de la carencia. Bloch dice que esta negatividad en la vida  «no es algo...; pero se dirige saliendo de sí hacia aquello que no tiene, se pone en camino hacia su contenido» BLOCH, 1.El principio esperanza, 3 tomos, Frankfurt a.M., pág. 1.616. En esa medida pensamos que en la negatividad del gozo, en la ausencia del mismo y en su deseo de satisfacción (negación de la negación), se puede encontrar una posibilidad que deconstruya y rehaga, desde la multiplicidad, la simbólica moral de la dialéctica bien y mal, para que desubique el maniqueísmo moral que caracteriza al disciplinamiento del cuerpo en Occidente. En este mismo sentido es importante advertir que esa conciencia del “todavía no” sirve para proponer hermenéuticamente una lectura del gozo y de la prostitución hedónica de carácter emancipatorio: “Es precisamente desde esta conciencia de lo que puede ser y todavía no es, y precisamente porque (todavía) no es, que es posible entender lo dado como algo caduco, pasajero; como algo que no tiene derecho a existir, por más que exista. Esta contradicción, en el más específico sentido dialéctico, se convierte en fuerza subversiva que tiene «como agente objetivo en sí un eros hacia lo mejor que está impedido (negrillas nuestras)». Es esta ausencia de gozo la que quiere ser resuelta: «se trata del insoportable estado, tan temible como feliz, de no ser lo que nuestra naturaleza según su más real impulso es, y de ser así lo que todavía no es» Op. Cit. 98.

[4] ARENDT: La Vida del Espíritu, Paidós, Barcelona, 2005 p., 455.  Cfr: George Kateb, Arendt y el juicio, en coautoría libro Hanna Aredt, el legado de una mirada, ed., Sequitur, Madrid, 2008, p., 36. Para esta filósofa la naturaleza del pensamiento es el ser comunicable, el pensar es lenguaje, por lo que el pensamiento apunta ya a los  otros, desde el pensar individual hasta lo compartido con otros. Arendt toma esta categoría de “mentalidad ampliada” de la filosofía de Kant: para que el pensamiento sea crítico, debe quedar expuesto a las opiniones de los demás, pues sólo con ello  puede ganar la imparcialidad que el pensar meramente subjetivo de los intereses individuales no tenía.   La mentalidad amplia me permite darme cuenta de si he “secuestrado” un juicio para adaptármelo a mi significado (interesado) o si, al comparar mi juicio con  otros juicios, éste pasa la prueba de la imparcialidad, abandonándose entonces el mero interés propio, la mera identidad, para alcanzar la diversidad, la pluralidad.

[5][5] En un ensayo mío, inédito aún,  titulado Epistemología de la esperanza en América Latina expongo una categoría que descubrí en el curso de investigación de mi maestría en filosofía política en mi estancia investigativa en la Universidad de Navarra en el 2010 con el profesor Juan Cruz Cruz. Dicha investigación versa sobre la filosofía de la Conquista de América. Tratando de comprender la escolástica medieval, de la cual emana mucho del pensamiento neo-escolástico de la filosofía de la Conquista, encontré la distinción entre factible y agible, copio literalmente del ensayo señalado: “agible es un tecnicismo escolástico usado para designar las obras incorpóreas del hombre como sujeto operatorio, susceptibles de efectuarse, tales como una orden o una ley. En este sentido podemos considerar que toda aquella idea que es susceptible de materialización por la eficaz prefiguración de la misma, tal como lo es un sueño deseado, una esperanza política construible, entre otras, es un objeto del carácter agible del hombre. Agible se corresponde bastante bien con el término viable. No debe confundirse con lo factible, como lo hacen los redactores del Diccionario de la Real cademia Española, que en su vigésimo segunda edición definen agible como «factible o hacedero», y del mismo modo María Moliner que lo define secamente como factible, identificando los dos términos. Factibles, a diferencia de agibles, son las obras corpóreas susceptibles de ser hechas-por operaciones manuales, directamente o mediante instrumentos. Según esto es incorrecto decir "la ley de reforma tributaria es factible o un proyecto político determinado es factible", en lugar de "la ley de reforma tributaria es agible, viable o el proyecto político es agible, viable". Esta distinción entre lo agible y lo factible tiene que ver con la diferenciación que los griegos (Aristóteles, por ejemplo) establecían entre la praxis y -la poiesis. La praxis estaba regulada por la phronesis (prudentia). que los escolásticos definían como "recta ratio agibilium" ordenación recta de las cosas viables, respecto a un fin incondicional: el bien. La poiesis estaba regulada por la téchne (ars): que definían como "recta ratio factibiliun", ordenación recta de las cosas factibles, igualmente respecto a un fin incondicional: el bien, pero haciendo hincapié en el aspecto meramente mecánico y técnico de ese obrar. Sin embargo, el término poiesis o poético se fue alejando del campo de las técnicas manuales y, al circunscribirse al campo de las artes literarias o nobles --las artes poéticas-- se aproximó al campo de lo agible haciéndose confusamente sinónimo de-creación en sentido romántico, como capacidad del espíritu de avizorar productos llamados obras de arte. Cfr: CRUZ CRUZ, Juan: Fragilidad humana y ley natural: cuestiones disputadas en el Siglo de Oro, Pamplona, EUNSA, 2009, ps., 33-42

[6][6] ARENDT. Op. Cit.

[7] Para Habermas el hablante y el oyente se entienden desde y a partir del mundo de la vida que les es común, (porque esta simbólicamente estructurado) sobre algo en el mundo objetivo, en el mundo social y en el mundo subjetivo. De manera que, entender un acto de habla, significa, para el oyente, saber qué lo hace aceptable.  De esta manera, la acción comunicativa se basa en el consenso simbólico. La verdad, la rectitud y la veracidad, respectivamente, son los criterios de verdad. El mundo de la vida es el lugar trascendental en que el hablante y el oyente se salen al encuentro planteándose esas pretensiones de validez; es el horizonte de convicciones comunes aproblemáticas en el que se da la acción comunicativa.

[8] Gadamer en Verdad y Método establece en varios pasajes el modo en que rescata la noción aristotélica de prhonesis. Con objeto de esclarecer el concepto de phrónesis,  repensará la distinción aristotélica entre la ciencia (episteme), la techné  y la sabiduría práctica o phrónesis.  El conocimiento moral aristotélico no es episteme o conocimiento teórico de las dimensiones universales y necesarias del ser, porque se ocupa de las acciones humanas particulares y contingentes; éstas son precedidas por decisiones y juicios morales a los que no se llega por inferencia; además la situación en la que actuamos no es un objeto del que podamos distanciarnos, sino el horizonte que nos incluye. El conocimiento humano de lo bueno ha de participar de la universalidad para que no sea completamente arbitrario, pero ésta no es la de la episteme. A diferencia de ella, la phrónesis  y la techné coinciden en ser conocimientos-para-sí; es decir, su meta es la aplicación del conocimiento a una tarea humana particular. No son, por tanto, saberes abstractos ya determinados, pero tampoco se fundan exclusivamente en la experiencia; presuponen un saber práctico ajustado a la concreción del obrar humano. Ambas disponen de un material para ejecutar sus decisiones (el del saber ético es la propia situación). Los dos saberes deben, además, elegir los medios adecuados para la ejecución de sus fines. Pese a estas afinidades, la phrónesis es un saber que también difiere de la techné: aquélla se relaciona con la praxis y ésta con la poiésis. La phrónesis no es techné, porque la acción y la producción no son idénticas: ésta tiene como finalidad un producto, mientras que el fin de aquélla es la acción virtuosa. La phrónesis se ocupa del ser humano y éste no se posee como el artesano dispone de sus instrumentos, no se fabrica como un objeto. En contra de lo que sucede al nivel de la techné, el fin del saber moral, el bien, no se agota en el objeto particular y determinado, sino que determina completamente la rectitud ética de la vida; no es un ergón o producto, sino una praxis o energeia.

[9] RICOEUR, La Memoria, la Historia, el Olvido , Trotta, Madrid, 2003, p., 29 y ss.

[10] RICOEUR, Op. Cit: 40.

[11] INCA GARCILASO DE LA VEGA: Historia de la Conquista del Nuevo Mundo, Tomo II de la edición hecha en Madrid en 1829, p.,  298.

[12] RICOEUR, Op. Cit: 41.

[13] Op. Cit. RICOEUR: 132

[14] RICOEUR, Op. Cit: 128

[15] RICOEUR, El lenguaje como discurso, Op. Cit: 29.

[16] Cfr: RICOEUR, Caminos del Reconocimiento, Ed. Trotta, Madrid, 2005, pág, 86 y ss.

[17] NUÑEZ BECERRA, Fernanda: La prostitución y su represión en la Ciudad de México (siglo XIX). Prácticas y representaciones, Barcelona, Ed. Gedisa, 2002, p 13.

[18] FOUCAULT, Michel: Historia de la sexualidad. Tomo I la Voluntad de saber. Ed. Siglo XXI,  Biblioteca Nueva, Madrid, 2012, p., 10 y ss.

[19] Ibid.

[20] Op.Cit. 36

[21] JULIANO, Dolores: La prostitución: el espejo oscuro, ed. Icaria, Barcelona, 2002, p., 33.

[22] DUSSEL, Enrique: La ética de la liberación en la Edad de la Globalización y la Exclusión. Ed., Trotta, Madrid, 1998, p., 309 y ss.

[23] LEVINAS, Emmanuel: El humanismo del Otro hombre, Ed. Siglo XXi, Ciudad de México, 2006, p., 13.

[24] Existe un trabajo expedito sobre el tema de la ambigüedad titulado justamente así El lejano próximo: estudios sociológicos sobre extrañeidad, en la que la autora, Maya Aguiluz, explora los sentidos y las funciones de la ambigüedad sostenida principalmente en la argumentación del sociólogo polaco Zygmund Bauman. Cfr. AGUILUZ, Maya: El lejano próximo: estudios sociológicos sobre extrañeidad. Ed., Anthropos y UNAM,  México-Barcelona, 2009.