INAGOTADA

A las mujeres de todos los sures habitados.

Era la lluvia la piel desmoronada por las calles, los incendios vaporosos de los días de sol, la luciérnaga dormida cuando caldeaba el amor entre los brazos. Era la lluvia el nombre de todas ellas que, paradas al infinito como una voz herida que se rompe y se rasga tras las cortinas del miedo, se amotinaban de una en una, con sus hijos, bajo la mantilla de velo en las últimas hileras de un claustro infame. Era la lluvia y los Andes, los mestizos renegándose a sí mismos con espuelas y corbatas, con arcabuces usados para desmembrar futuros. Era la tragedia de la tierra al sur de la codicia, un torrente de agua fresca, un hilo de agua cantarina, una mujer que no se seca. Era su cabellera rapada, con coraje y sin trenzas dominadas, un caballo brioso, la esperanza de los pueblos, la negación del cadalso. Era ella la lluvia, era mojada, era fermento de la niebla, fértil inmolación, insistencia ante la nada.