HABANA

Persiguiendo la noche en el malecón, desde ese hotel donde otrora vinieran las estrellas a morir en silencio las tardes de domingo. Ese mar que es un ruido de silencios ahogados como un llanto de un niño que nace muerto. La lluvia estival de la Habana y ese olor a petróleo que producía una náusea llevadera, soportable. Un recuerdo de calles sin sentido y el amor quebrándose en las sillas de los helados Copelia. Y luego el Yara, con su "Habanastation", y los ruidos de siglos en un cine que se quedó para siempre, fabricando instantes de ilusión, quimera del fuego urbano que se pierde bajo la sombra de un poder desalmado e inconcluso. Los violines, las flautas, los tambores, las voces de la piel morena que desgarran notas por una moneda de cualquier valor. Los ojos de Carlitos, que buscaba afanoso un libro de poemas que le ayudara a no llorar su suerte, a bendecir las letras, a impulsar su verbo, a parodiar la desdicha. Ojos profundos como un sol descomunal, un arco de dolor retorcido en las entrañas, unA ilusión de veinte años que se siente, del mar dolor, aprisionada.