YO NO PUEDO

Yo no tengo un nombre que decir y del cual se admiren los vecinos. No ando en los lugares que se reclaman para jactarse de ese roce que sólo las buenas cunas conocen. No hubo pianos en mi infancia, disparos quizás muchos, muertes que se deslizaban suavemente por la piel abajo, nombres fugitivos, talones de aquiles rotos por todo el campo y caballitos cargados de presidios. No tengo la voz del dandi, ni la apariencia del burgués y mi cara es grotesca como una máscara de feria. No soy blanca, no soy rica, no soy bella. No tengo cuerpo de sirena, ni senos turgentes, ni pectorales de varón henchido de espectáculo y aplauso. Mi cuerpo es una hebra de nada, un pedacito de carne, un juego de resortes que se agosta y se oxida. Pero ahí estaban ellos, delante de mi, con sus ráfagas. No en mi cara, no en mi casa, no en la cena; en el diario, en la televisión, en el llanto de las viudas, en las pisadas descalzas de los desplazados. Esa ha sido la turbulencia y el signo de esta homosexualidad que pesa a ratos, como un bulto de sal de mar con gravedad de plomo. No puedo callar en ocasiones, no puedo hacer la vista gorda y pensar que los muertos enterrados en los espacios intersticios son sólo una nota de la que la historia hablará en estadísticas, pecados de número que sepultan rostros. Yo, la que me digo pendeja, buitre, sol y luna, la que me quiero envejecer perdiéndome en mi camisa de fuerza en cualquier sanatorio de ciudad, la que no tiene miedo, ni pena, la que se muestra como una hoja de dos bordes y que gira para mostrar las nalgas y no para salir del paso. La que tengo atravesados lo muertos entre pulmón y pulmón, la que no pido perdón por mi cursi sensibilidad, tan trasnochada, tan voz reiterativa, la que no puedo creer aun, después de estas décadas, que el comando de la bota siga dando estocadas infames sobre los brazos, las piernas, el alma de mis conmatriotas. Yo, la tonta, la que sale de prisa a cabalgar por burdeles, la amante de la risa, yo, hermanos yo, lo siento. Siento la persecución en mis pasos, en mis respiros, en las noches de lecturas aciagas y en las que la poesía ha salvado del suicido. Están allí y no hay ironía en ello. Cómo podría haber ironía en tanta muerte, en tantos ojos sepultados por nuestra indolencia, nuestra indiferencia, la cómoda mirada de los transeúntes que nada saben de nada. Yo no puedo callar tanta muerte, lo siento por mi madre, por mi hermana, por los hijos que decidií no parir porque el mundo está muy triste, muy solo, muy del lado del infierno. Ayer me comí un pan pero las migajas de mi pan cayeron en las manos de quien no tiene pan y eso es un abismo para mí, un desacierto, un misterio. Ayer quise bailar como suelo hacerlo en los cabarets baratos, pero mi danza era una carnaval de llanto, un camino ignorado, un rostro del que nunca nadie más supo. Yo no tengo fortuna para estar entre los buenos, entre los bien vestidos, entre las chicas guapas de pelos alisados que recorren mesa y mesa, club y club, y que se enroscan en cruceros marinos, lejos del tedio en el que todos viven. Yo vengo de en medio y esa tensión me constituye, me afirma, me duele, me enreda y caigo de bruces ante la barbarie. Dejar que sigan diciendo la tonta canción del capital armado. Yo no puedo dejar que esto pase así, inadvertido, como si no lo viéramos tantos ojos, como si la sangre no nos reclamara urgente una acción definitiva. Yo no puedo irme de aquí dando la espalda, yo no puedo. Por eso estoy en la picota para ser cuero de atolladero, mariquita de nada, una simple cucaracha que encara la miseria de todo el banal deseo.