ODA A LA PEPA NOSTRA

Pepita era un cuento que bordeaba siempre la noche porque era rubia y borracha. Yo la amaba en los días de fiesta porque juntas, ella y yo, eramos el gozo de sabernos tan íntimamente perdidas de disparos, alharacas mortecinas, gritos emponzoñados, lujurias de alquiler, secuestros de poca monta y otras ligerezas de espíritus ordinarios. La Pepa Nostra. Cómo podría yo olvidar su cabellera, su vagina descomunal, su orificio anal, sus besos. Pepita y yo, en la discoteca del vecindario ruidoso, más ebrias que unas estrellas porno despedidas de algún film e iniciadas en la decadencia. La Pepa con sus tetas de plástico que se hizo insertar cuando era niña y con las que jugábamos desnudas en las noches solitarias en las que, además de camaradas, eramos el mismo tacto. Pepita, buscando el sudario de Turín en las camas de clientes incendiarios, alojados en pedacitos de libertad lejos de la mirada espeluznaste de sus mujeres angustiadas. Pepa de la risa, del juego, de los cantos, metidas en esa vieja casa desde la cual nadie podía mirarnos ¿Dónde estará su nicho descomunal, su bandera de saliva que ponía a gotear cada mañana con un cigarrillo en la mano mirando en la ventana? Ya se que la perdí en una estación de metro y no supe nunca nada más de su copioso rubor luego del fatal orgasmo.