SACRIFICIO, DON Y ENCUENTRO: A PROPÓSITO DE LA PARTE MALDITA DE BATAILLE

21.09.2012 15:33

El tiempo profano, lugar donde la mediación se ejecuta como trabajo para el acopio (cosificación del mundo para el diario usufructo, para tomar la vida y engullirla monstruosamente en el autosostenimiento de la propia existencia), se manifiesta como una opacidad o ausencia de una luz originaria sobre las cosas. Esa luz originaria sería producto de una especie de falta de interés sobre las cosas que permitiría recepcionarlas en su intimidad y su aspecto más óntico; un ejemplo: ante mí un roca, puedo verla como la roca en la que el universo se recrea, un halo de materia que se yergue al espacio infinito y sobre el infinito se sostiene, o puedo verla como un material firme sobre el que puede descansar una casa. En el primer caso hay luz sobre la roca, en el segundo, la mediación me la opaca y ya no percibo el ente en el que anida una realidad más profunda. 


Esa ausencia de luz, esa ruptura con la intimidad de las cosas, según Bataille, es la que explica el deseo de comunión del hombre con el mundo en las religiones. Esa búsqueda de la intimidad perdida en el acto mismo del trabajo, en el origen del homo faber, se manifiesta como un entrañable deseo por recuperar esa luz cósmica que anida en el ente, en las cosas, su lucidez originaria. Ese aspecto no productivo sino estético, extásico, sagrado. Para mí, ese lugar sagrado se recupera en un posible momento: la ética como po-ética. Tiempo de estar en el mundo, instante no mediado sino inmediato en el que nos sumergimos en una intimidad que es una experiencia en la que el mundo se nos revela de otra forma, como nuestro, apegado al corazón y al latir de nuestra propia existencia. Tiempo inmediato que nos urge --después de la profanación de todo espacio, de la ausencia de todo brillo en las cosas por la obligante necesidad de combatirlas para reducirlas a producto-- para retornar al mundo y realizar el anhelo de restituir esa experiencia de la brillantez originaria que hemos perdido en la opacidad de la producción y del trabajo. El lugar po-ético de la consonancia y del abrazo, de la camaradería y del disenso respetuoso con las cosas y con los congéneres; paraíso perdido, utopía que podríamos celebrar nuevamente para no perdernos en la locura de la miseria y la barbarie de un mundo sometido a la economización absoluta de toda la existencia. La vida no puede desnudarse tanto, es preciso la ética, la po-ética, que nos salve de las garras del terrible desencanto.

Ahora bien, es preciso decir que ese momento sagrado, esa luz que se recupera en el instante de la sacralización de los entes mediante la restauración de la intimidad del hombre con el mundo, se puede recuperar mediante un exceso, un derroche, un dar lo que se produce en el ámbito de la opacidad de las cosas (su tiempo profano o momento de trabajo) sin finalidad distinta a su mera destrucción; sustantivo del sacrificio. En el sacrifico hay violencia, una fuerza descomunal sobreviene para abrir a la experiencia del ilimitado derroche mediante la consumación de cosas que pudieron servir mejormente como utensilio. Así es que Bataille explica el sacrificio azteca; se inmola al hombre, a los mejores hombres: los guerreros (en la guerra primeramente y en el acto ejecutorio sacrificial en la cumbre de la pirámide); también se sacrifican las mujeres y los niños, pero se trata siempre de una ofrenda, de algo óptimo dejado al sin finalidad, al sin utilidad, al desperdicio gozoso de la febrilidad sacrificial.

¿Cómo entenderíamos este acontecer en el momento de la po-ética? Digo que en la po-ética también hay un sacrificio (derroche) y una violencia enorme: se trata de violentar al yo, al sujeto, al ponderado racional que se viste de objetividad para establecer la subsunción de la diferencia y postular la identidad y la homogenización de lo diverso, negando que fluye a cada instante. En la po-ética este tipo de sujeto queda sacrificado, destruido, violentado, muerto. El primer momento sacrificial de la po-ética es la muerte de nuestra autoafirmación como imperativos que se erigen sobre su voluntad a ultranza, esto es, un retornar a la pasividad más pasiva que la pasividad misma (Levinas) sobre la que, como milagro, emerge el Otro que me habita, las alteridades que me fluyen. La primera violentada es la egocidad sin fondo con la cual nos han enseñado el arte de la guerra con el otro en el mundo de la producción y del neg-ocio, el arte de ver la ganancia, lo benéfico. El arte de la estrategia, el utilitarismo.

En el segundo momento del acto sacrificial po-ético, abunda una improductividad obscena, un derroche excesivo, pues, se dirá ¿para qué el sacrificio de la identidad con la que se ha constituido nuestro carácter en el mundo, qué se busca con ello, que se gana con ello, cuál es el beneficio? La respuesta es, para nada. Aquí no hay ganancia, aquí no hay aplauso, ni utilidad por haber abandonado el conato por ser y la autoafirmación de un modo exclusivo, una identidad determinada; aquí se deviene pasividad muy pasiva, lugar de la alteridad y la diferencia. Aquí hay pérdida, derroche, exceso, frugalidad de esa mismidad que ya se dona, se diluye, se hace mero efluvio. La po-ética implica un obsceno derroche de la mismidad, ahí, es ahí donde está el encuentro, la recuperación de la intimidad perdida (Bataille) con el mundo. Lo sagrado vuelve a cada cosa, se pasea oronda por la superficie de los entes, lo divino se instala en ellos; la luz que éste acto derrama sobre el mundo renueva y amplía la percepción y las dimensiones de lo que antes era un paisaje opacado por la acción productiva del trabajo, restituyendo un encuentro perdido, que nos da sentido, nos honra, nos "glorifica", más allá de la mediación y de lo útil, en el instante mismo en que el encuentro se instala majestuosamente en la experiencia y en la propia historia.