¿POR QUÉ LLORAN LOS GAYS?

06.11.2012 18:01

 

Una tarde de sábado, de esos sábados que, a mis 17 años, le robaba a la escuela y a la dictadura de mi hermano mayor, caminaba por Chapinero --por aquella época la liberalidad de la población gay emergía lentamente en la conservadora Bogotá, así que Chapinero empezaba a convertirse en lo que es ahora: el barrio bogotano gay por excelencia (copia a lo latino de "El Village" de New York)-- cuando vi salir de un coche a un tipo de unos 40 años, guapo, blanco, algo rubio. Era el hombre que, ya reconocía en mi corta biografía, correspondía al fenotipo de marido que un adolescente gay podría anhelar. No tuve ni la más leve duda en coquetearle. Hecho el “crusing” aquel hombre tampoco tuvo empacho en invitarme a su negocio: una peluquería.

¡Una peluquería! ¡Qué mierda! Se me cayeron las ilusiones al piso a pesar de lo galán de aquel señor. Me sentía como en una especie de agujero en el cual iba a empezar a caer: yo, el hermano de mi hermano en !una peluquería! o !con un marido peluquero!, ni de fundas. Los prejuicios heteronormativos en un adolescente pueden ser verdaderos obstáculos, bloqueos difíciles de solucionar. Pero, yo ya estaba adentro del negocio de aquel señor y, si, en mi caso, hay algún prejuicio más fuerte que otro prejuicio, es una absurda compasión por lo ajeno, una sensibilidad extraña que me indica que debo evitar el daño a toda costa, sobre todo cuando en realidad no hay ningún agravio; se trata de un voluntario altruismo de mi parte. No podía irme porque este señor notaría que se debía al hecho de que era peluquero. Decidí quedarme.

Las risas de los peluqueros, unos más maricones que otros, los sarcasmos que ponían “in fraganti” las debilidades de unos y de otros, me producían un pánico formidable; me sentía como en un torneo de decires y de especulaciones en las que, aquel que tuviera más secretos del contrincante tenía el juego ganado, toda vez que se trataba de exponerlo en una especie de picota mordaz. Esos juegos abundan en la población gay y, desde entonces, claramente los aborrezco. 

Mi incapacidad en el burdo juego de la humillación retórica no afectó mi extraña situación, pues, era un gran desconocido para todos. El trato de Anibal (por ponerle un nombre porque su nombre real ya no lo recuerdo) era tan amoroso que me hacía sentir bien. Además, no tenía en realidad nada que perder; al siguiente día, como era costumbre, regresaría a mi escuela en la provincia a esperar otro fin de semana para regresar la casa de mi familia, en Bogotá, so pretexto de buscar universidad para el año siguiente.

La tarde pasó en medio de los cariños de Anibal y de la diatriba de divas en la peluquería. En la noche Anibal me invitó a una fiesta con otros amigos suyos. A mí la fiesta me gusta mucho desde siempre, no iba a perder la oportunidad. Fue así como llegamos a una casa en la zona del Polo; en realidad era una casa “normal”, quiero decir, una casa “de familia”. Resultó que la fiesta era un bautismo, un cumpleaños, algo así muy “familiar”. 

Los únicos maricones de la fiesta éramos Anibal y yo por lo cual él no dudó en presentarme como su pareja y yo a seguir el jueguito. Las chicas, amigas suyas, iban y venían en amables comentarios para con Anibal. su estilista y peluquero (interés cuanto valés). Todos le apreciaban mucho pero guardaban, ciertamente, esa actitud de distancia provocada por una cierta “diferencia”. Como suelen decir en Colombia: “juntos pero no revueltos”.

Pues bien, resulta que Anibal empezó a beber en forma al punto de que se empedó rápidamente. En medio de carcajadas se lo pasó hasta que decidió que era hora de partir. Yo le pedí que me llevará a mi casa, por Alcázares, que estaba cerca, a lo que el asintió. Íbamos en su carro cuando de repente me comienza a contar su vida, y tras algunos episodios irrisorios, detiene el auto y rompe a llorar como un niño pequeño. Maldecía su condición homosexual, su vida, sus ires y venires. Estaba lastimado por dentro (como la mayoría de seres humanos estamos) y lamentaba que su vida estuviera signada por ese hecho. Se sentía sólo y, a decir verdad, se veía solo, muy solitario. Sentí mucha pena por él y dentro de mí pensé: “que nunca me pase a mí esto”, aunque, en el fondo, era un profundo miedo el que sentía a que alguna vez en mi vida me encontrara en semejante cuadro.

Desde ese día comprendí que ser homosexual no era una cómoda existencia. Que todos, hombres y mujeres, llevamos un arsenal de prejuicios sobre lo que es la homosexualidad y sus posibles prácticas y performancias; un rechazo por lo raro, por lo que sale de la norma. Vi, rápidamente, que la falta de una consideración sobre el Otro era un lugar común aún entre la misma comunidad gay. Noté los mutuos desprecios entre unos y otros, los hábitos discursivos que asemejan el mejor libreto de culebrón o telenovela a lo televisa. Todo eso me pareció triste, vacío, un juego que no deja lugar al gozo sino al recelo, el resentimiento y el dolor. Preví una ausencia de encuentro, unos lugares de dominación y poder y una infinita soledad (más aguda que la soledad que todos cargamos encima como el dato básico en la más honda intimidad).

Fue así, y desde ese entonces, que me di cuenta por qué lloran los gays.

Pinina Flandes